domingo, 6 de junio de 2010

Danzar con el cosmo

“Varias son las sendas que conducen a Dios; yo he elegido la senda de la danza y de la música”

Hazrat Maulaná Yalaluddín Rumí (1207-1273)

Pocas cuestiones han suscitado tanto debate y controversia en el seno del Islam como el de la licitud o no de la música y la danza. A pesar de las muchas restricciones impuestas por los doctores de la legalidad religiosa (fuqahâ) y de los encendidos reproches que éstos dirigieron contra los partidarios de su uso, nada ni nadie logró impedir el florecimiento en tierras islámicas de una música y una danza ligadas a la vivencia profunda de lo sagrado. El Islam espiritual, eso que llamamos tasawwuf o sufismo, halló pronto en la música y la danza dos medios excepcionales de expresión no meramente estética sino espiritual. Con todo, algunos sufíes fueron más allá. Música y danza no eran simples vehículos expresivos -catárticos en algunos casos- de una fuerza emotiva y pasional, sino que constituían en sí mismas el trabajo espiritual.

A la hora de danzar, cada uno de los nueve derviches ocupará un espacio bien preciso en la estancia. Ello quiere decir que la danza mevleví no se desarrolla en el plano horizontal, como sería el caso por ejemplo del vals europeo, sino en la más pura y absoluta verticalidad. Los derviches mevlevíes sirios designan con la palabra fatl, que significa “retorcerse”, “anudarse”, “enroscarse sobre sí mismo”, al movimiento específico que se realiza en la danza. Por consiguiente, el giro derviche no es un desplazamiento en el sentido latitudinal de una evolución lineal en el espacio, sino más bien un movimiento en espiral, ascendente, que se desarrolla en un plano vertical y se orienta, por lo tanto, longitudinalmente.

La espiral representa la entrada en el mundo de la espiritualidad. Y esto es así puesto que la danza mevleví, cuyo nombre técnico es en árabe muqâbala, prefigura el viaje interior del alma del hombre al encuentro -ese es el significado de muqâbala- del Creador. El derviche, en tanto que mistês o iniciado en los misterios de la tarîqa o senda espiritual, persigue la unión mística con Dios abandonándose a sí mismo. Según una lectura más psicológica, diríamos que, en su recorrido interior, el derviche experimenta una liberación regresiva, atravesando los distintos niveles de la consciencia hasta descubrir el centro absoluto, la parte divina de su ser, ese yo profundo que nada tiene que ver con el ego.
Sin embargo, todo ello exige del derviche una previa y ardua ascésis corporal y psicológica. La espiral cónica como un zigurat del muqâbala y su firme verticalidad sólo aflorarán tras el aprendizaje de una técnica de giro cargada también ella de una rica significación. La verticalidad del giro derviche viene dada por la posición de los pies y el doble movimiento que éstos efectúan. De hecho, el giro se construye todo él desde los pies, que son los canales de comunicación con la tierra.
El centro de movimiento o traslación de la danza mevleví se extiende de la zona pélvica a las piernas y los pies. La pelvis representa el movimiento más interior, mientras que los pies son el contacto físico con la energía terrestre. Por su parte, el centro de acción de la danza reside en los hombros, brazos y manos. Durante la danza, el pie izquierdo permanece siempre fijo en el suelo, en el mismo lugar, sin desplazarse jamás. Únicamente se desliza sobre su propio eje.
En la enseñanza mevleví, a dicho pie se le designa con uno de los noventa y nueve nombres de Dios, al-Qayyum, “el eterno sostenedor de las cosas”. Por consiguiente, el pie izquierdo soporta la figura, permitiendo que la verticalidad de la danza crezca y se erija en equilibrio. En cuanto al pie derecho, se le conoce como al-Hayy, nombre divino cuyo significado es “el que está vivo”. Y, en efecto, el movimiento vivaz, grácil, del pie derecho permite que la espiral adquiera cada vez mayor velocidad.

Tradicionalmente, los derviches de la tarîqa mawlawiyya turca se han ayudado de un curioso elemento a fin de aprender dicho movimiento de los pies. Consiste en un trozo de madera de aproximadamente un metro cuadrado, que tiene un pivote clavado justo en el centro. El derviche inserta en dicho pivote su pie izquierdo, entre el dedo gordo y el segundo dedo, de tal manera que, cuando el pie derecho aviva el impulso del giro, el pie izquierdo no se desplaza y la figura pueda comenzar a perfilar una espiral que asciende verticalmente. A mi juicio, dicha madera viene a ser como la barra del bailarín clásico europeo, el aparato externo que ayuda a interiorizar el movimiento de la danza para luego trascenderlo, que es, al fin y a cabo, la esencia de todo arte: la sublimación de la técnica. Antes de comenzar la práctica, el derviche arroja un pellizco de sal sobre el pivote central. En la tradición mevleví, la sal simboliza la esencia divina que permite la transformación, esto es, ir más allá de la forma, a través de la danza.

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